Los Mochis, Sin, 18 de agosto del 2025.- En Sinaloa, hay territorios que valen más por lo que esconden que por lo que producen. Tal es el caso del rancho “El Huachapori”, ubicado en el municipio de Ahome, una extensión de tierra que de pronto ha despertado un interés desmedido entre políticos, funcionarios y hasta “comadres”. El conflicto que gira en torno a su propiedad no es una simple disputa legal, sino una muestra clara de cómo el poder en el estado se administra con sello personal, a conveniencia y al margen de la ley.
El nombre que se repite en cada episodio de abuso institucional es el de un senador morenista, Enrique Inzunza. El mismo que, desde sus tiempos como funcionario estatal, tejió una red de control sobre las instituciones locales que hoy sigue operando al margen de cualquier contrapeso. En el caso específico del Huachapori, el poder del legislador ha sido activado —otra vez— para favorecer a una de sus cercanas, quien busca despojar de la propiedad a su legítimo dueño, el empresario Víctor Quiñonez Borboa.
La estrategia es tan vieja como efectiva: litigar con ventaja, usar a la Fiscalía del Estado como si fuera despacho privado, bloquear a notarios para impedir cualquier acto legal y convertir un conflicto privado en una operación de Estado. Todo al amparo del silencio del estado, quien pareciera más empeñado en garantizar la sucesión política de su pupilo que en poner orden en la casa que supuestamente gobierna.
El interés por El Huachapori no es menor. El terreno ya figura en proyectos de inversión federales vinculados a la Secretaría de Economía, lo que convierte al conflicto en una pugna por control territorial disfrazada de pleito familiar. A estas alturas, la disputa no es entre parientes, sino entre un ciudadano y la maquinaria estatal puesta al servicio de intereses personales.
La gravedad del caso no solo radica en lo que ocurre, sino en lo que permite. La impunidad con la que se mueven las piezas de poder en Sinaloa muestra que no existe un freno real. Las instituciones están colonizadas, los notarios intimidados, los jueces alineados y los gobernantes ausentes. En ese vacío, el senador actúa con manos libres, usando las herramientas del Estado para moldear la realidad a su antojo.
No es la primera vez que surgen denuncias contra Inzunza por este tipo de prácticas, pero sí es una de las más escandalosas por el nivel de exposición pública y la carga política que conlleva. Aun así, ni una palabra ha salido del despacho de tercer piso, cuya tibieza frente al desfiguro institucional ya raya en complicidad. El gobierno parece haber aceptado que el precio de mantener a raya a su partido es entregar el poder real a quienes sí saben —y quieren— usarlo.
Sinaloa no necesita herederos políticos disfrazados de operadores institucionales. Necesita un gobierno que gobierne, una justicia que no obedezca y ciudadanos que no tengan que enfrentarse solos al aparato estatal. El Huachapori es apenas un terreno, pero hoy es también el símbolo de un Estado capturado, donde la ley es rehén del que manda, y el silencio del que debería impedirlo es el grito más fuerte de todos.