La historia política de Sinaloa parece repetir el mismo libreto: las elecciones como trámite, la justicia como moneda de cambio y la sociedad como espectadora indiferente. A unos días del 1 de junio, el panorama es desalentador: lejos de una jornada electoral vibrante, se vislumbra una operación de legitimación del poder, diseñada con precisión desde las oficinas estatales y federales.
El caso del alcalde desaforado de Ahome, Gerardo Vargas Landeros, ilustra con crudeza el estado de cosas. Su defensa legal sigue firme, sí, pero no gracias a los tribunales sinaloenses. Los jueces locales, atrapados entre sus aspiraciones de ser magistrados o ministros y las presiones políticas, han decidido plegarse al poder estatal. Otorgar amparos a Vargas Landeros significaría quedarse fuera del reparto de cuotas, y en Sinaloa, el pragmatismo es ley. Por eso el equipo jurídico del exalcalde ha tenido que buscar alternativas fuera del estado, donde —paradójicamente— han encontrado resquicios para avanzar.
Mientras tanto, el gobierno de Rubén Rocha Moya afina su maquinaria electoral. No se trata de convencer al electorado, sino de movilizarlo. Los beneficiarios de programas federales ya están en la lista: serán ellos quienes, bajo la guía de los Siervos de la Nación, llenen las urnas siguiendo las indicaciones recibidas. La narrativa de campaña habla de democracia y transformación, pero la operación real revela un proyecto que sólo busca perpetuar el control político.
Los aspirantes a cargos públicos saben perfectamente a quién deben rendir cuentas. No es al pueblo, sino al gobernador. La estructura está montada para premiar lealtades, no méritos. Así, la oportunidad histórica de abrir un espacio auténtico de elección se ha desperdiciado: lo que tendremos el próximo domingo es la consolidación de lo que muchos llaman la “dictadura perfecta”.
Y en medio de todo esto, la sociedad sinaloense se mantiene al margen. El desinterés es palpable; se desconoce qué se elige, quiénes compiten, por qué es relevante. El hartazgo y la desinformación alimentan una apatía peligrosa. El único segmento que acudirá a las urnas será el que los operadores oficiales logren movilizar, no por convicción, sino por necesidad, miedo o simple obediencia.
El 1 de junio no será una fiesta democrática, sino un ritual burocrático diseñado para validar el statu quo. La permanencia de la 4T en el poder no se decidirá en las urnas, sino en las oficinas donde se gestiona el control político. Bienvenidos, entonces, a la versión sinaloense de la dictadura perfecta, donde votar es apenas un acto simbólico y la democracia, una palabra hueca.